Cuando Krzysztof Kaczmarek era pequeño su padre vio un VHS de Robocop y entendió el significado –y las posibilidades– del home cinema. Nunca más volvió a una sala de cine. El joven Kaczmarek, que bien podría pasar por el hermano mayor (y polaco) de Michael Cera, creció rodeado de copias piratas que su padre vendía por la calle, grabaciones tomadas directamente de la sala y en las que incluso aparecían las cabezas de los espectadores («por eso aunque las viera solo en mi habitación me sentía rodeado de público»). Cuenta Kaczmarek que desde entonces ha tenido el deseo de organizar un festival de cine, como punto de encuentro, y acabó haciéndolo en Islandia. Los paisajes de aquel país sirven de escenario a Pawel I Wawel, una singular road movie en la que narra el fracaso de aquella iniciativa y que puso la nota cómica en la jornada de ayer en FID Marseille.
Aquí no hay ni rastro del lirismo que registraba Guest (José Luis Guerín, 2010) entre las bambalinas de los grandes festivales. La de Kaczmarek es una mirada irónica en la que el absurdo pronto se acapara de todo y, además de reírse de su propio fracaso (nadie acudía a las proyecciones que había programado o tenían que cancelarse por motivos tan cotidianos como la erupción de un volcán), el director nos presenta una colección de situaciones y personajes que están al borde de parecer demasiado excéntricos pero nunca llegan a cruzar esa línea: un concierto de monjas carmelitas, un entrenamiento de látigo en el gimnasio escolar, un perro cantor, preadolescentes rapeando… Precisamente la principal virtud del documental consiste en no señalar con el dedo para hacer la broma y saber apoyarse en el uso de la música, casi siempre interrumpida abruptamente, para facilitar el humor. El truco visual con el que cierra Pawel I Wawel condensa la esencia del film: tan sencillo como ingenioso.
Siguiendo con otra de las propuestas interesantes del certamen encontramos Retratos de identificaçao, de la brasileña Anita Leandro, hasta ahora el único documental de tesis en la sección oficial. Leandro se propone sacar a la luz las torturas que sufrieron los guerrilleros detenidos durante la dictadura de Brasil (1964 – 1985) para lo que decide focalizar la película en cuatro historias personales, las de Chael, Roberto, Reinaldo y Dora, explicando tanto su arresto como la vida que llevaron en el exilio. Las fotografías que los cuerpos policiales tomaron de ellos en el momento de su detención y durante su encarcelamiento son las únicas imágenes que veremos de aquella época. Estas instantáneas, amarillentas ya por el paso del tiempo, se van cargando de significado a medida que los testimonios (registrados desde el presente, frente a una pared blanca) nos cuentan el devenir de su pasado. La aproximación de la cineasta es honesta y respetuosa y de esa transparencia surge uno de los momentos más sobrecogedores. Si bien las transiciones entre foto y foto están punteadas por cortes a negro, hay un momento en la entrevista de Reinaldo en el que él siente que debe abandonar el encuadre. La pantalla entonces se queda completamente en blanco mientras de fondo oímos aún su respiración. Es un blanco radiante pero cada vez más doloroso, es improvisado, sí, pero al mismo tiempo uno siente que no puede haber nada más cinematográfico, que es este blanco y no otro el único que podía registrar la trágica ausencia.
Podríamos incluir Masteà de Andy Guérif en la misma línea de Meurtrière, porque ambas aunque muy diferentes comparten la búsqueda de otros dispositivos estéticos en la narración cinematográfica. La película de Guérif –que ya en 2004 había presentado aquí un trabajo similar, Cène– traslada a imagen en movimiento el retablo pintado por Duccio en el siglo XIV. El film arranca posado sobre el tríptico central para poco después, mediante un zoom de alejamiento, descubrirnos el resto de los tableaux vivants, escenarios de cartón piedra que siempre veremos en plano general.
Por sus intenciones de animar un cuadro, el planteamiento rápidamente recuerda a películas como El molino y la cruz (Lech Majewski, 2011) o Shirley (Gustav Deutsch, 2014, de la que hablamos aquí), pero mientras en aquellas esa recreación desembocaba en algo más aquí los hallazgos son más limitados. Por un lado, Guérif intenta introducir un montaje interno haciendo que se desarrollen acciones simultáneas en varias de las escenas pero no supera un primer nivel de interacción. Los actores pausan su actividad de manera repentina y así los ojos de los espectadores acuden a la otra pintura en movimiento. Por otro lado, el sonido también se acopla a este dinamismo entre tableaux y los canales estéreo emiten las conversaciones en función de la localización de la escena. Quizá lo que más sorprenda sea el tratamiento coloquial del texto, al encontrarnos a Jesús, Judas y el resto de los apóstoles charlando como si pertenecieran al presente y se encontraran en el bar de la esquina. No es una película revolucionaria que aporte grandes novedades al cine sobre arte, pero un festival como FID Marseille sí nos parece el lugar / laboratorio donde tienen cabida propuestas como Masteà. Eso sí, la aparición de esta película ya amplía inexorablemente la línea de programación y la sección oficial empieza a distinguirse por su heterogeneidad más que por sus puntos en común. Las tres películas, y los tres nombres propios, que recoge esta crónica son justamente un reflejo de esa diversidad. Falta saber si los filmes que están por llegar inclinarán la balanza hacia la narración o hacia la estética.
-película arriba, cuadro abajo-