No por previsible deja de sorprender que en las páginas del catálogo el director de FID Marseille, Jean-Pierre Rehm, recurra a Godard para describir el tipo de cine que nos encontraremos a lo largo de la próxima semana: «a saturation of magnificent signs bathed in the light of their lack of explanation». De esta forma, y casi sin quererlo, nos pone en bandeja la utilidad de las crónicas que seguirán, puesto que si aquí las películas pueden liberarse de la lógica y la explicación (también del género, duraciones, propósitos) se abrirán por tanto más puertas para interpretarlas, puertas que intentaremos cruzar también liberados –desde este mismo párrafo– de aquello que solemos denominar «cine documental». Entrar a una proyección de este certamen ya supone haber aceptado que lo realmente fértil es entender documental y ficción como partners in crime y no como opuestos. A estas alturas no vale la pena insistir en ello porque las películas lo harán por nosotros.
La Competición Internacional arrancó con Rastreador de estatuas, del chileno Jerónimo Rodríguez. En la historia, el protagonista llamado Jorge (álter ego del director) se reencuentra con la figura del médico portugués Egas Moniz al visionar el film Monos como Becky (Joaquím Jordá, 1999). La imagen de aquel doctor le recuerda a una estatua que le enseñó su padre años atrás en Santiago de Chile y rápidamente emprende una búsqueda para encontrarla. Lo singular de esta propuesta es la banalidad de sus imágenes: calles vacías, planos generales de parques que parecen todos iguales, vistas por la ventana, vistas desde el coche, vistas desde el metro… A pesar de que la voz en off narra encuentros del protagonista con varios de sus amigos, la figura humana ha sido erradicada del plano. El resultado es una soledad latente que no necesariamente se siente como triste: «no es saudade ni morriña, alguien debería ponerle nombre a la tristeza chilena… En este caso consiste en disfrutar de estar solo», contaba Rodríguez en el coloquio posterior. La combinación de esta imagen tan plana con el uso de la tercera persona en la locución provoca un distanciamiento que aleja la película del diario personal (la vía más predecible según su premisa argumental) y hace que discurra con un tono literario y detectivesco que termina por convencer. El viaje de Jorge no es trascendente y lo que extrae de él no cambiará su vida. Búsqueda y film se viven como quien lee un relato y en la última página descubre que el final no es satisfactorio pero tampoco decepcionante. Es, sencillamente, el que debía ser…
Meurtrière, en cambio, es una obra que se sitúa en el extremo contrario al desinteresarse por completo de la historia y querer exprimir las posibilidades de la estética. Tras White Epilepsy y Arrow, Philippe Grandrieux completa una trilogía en la que el objeto es el cuerpo humano, en esta ocasión poniendo el foco en el femenino. En formato vertical y sobre un fondo negro, los cuerpos de las distintas bailarinas parecen levitar y contorsionarse mientras la cámara gira a su alrededor (¿o son los cuerpos los que giran?). La plasticidad de la imagen, que nos remite a cuadros de Bacon y a la luz de Caravaggio, es sobredimensionada por la cámara lenta y los fundidos que logran solapar torsos, piernas y brazos. Tanto el ralentí como la banda sonora favorecen la observación mientras la película va mutando en el aire, como si se tratara de un cuadro esférico en continuo movimiento… No hay caras hasta el final y esa ausencia del rostro posibilita que sea el cuerpo la única fuente de expresividad. Los músculos se agitan, los pechos parecen patalear, la piel grita… Ojalá existiera una versión en 3D de esta película.
No hace mucho, con motivo de la última edición de DocumentaMadrid, comentábamos aquí que «viene siendo frecuente en la selección documental de los festivales de cine encontrar algún título de temática militar que llega a Occidente en forma de reivindicación o denuncia, como un recordatorio para que las guerras no terminen enterradas entre las anécdotas que estos días llenan los telediarios«. La película Home, coproducción siria y libanesa realizada por Rafat Alzakout, podría incluirse en esta categoría aunque su enfoque la aleja de la guerra de manera consciente. Alzakout mantiene la violencia en fuera de campo para centrar su atención en las formas que tiene el arte de sobrevivir en un país devastado. Se trata de intentar reanimar una pulsión artística (sea por necesidad o como vía de escape, sea el baile o el teatro) y, aunque algunos solo la puedan conseguir en el exilio, nos indican otra forma de resistencia.
Por último, nos encontramos con la neoyorquina Field Niggas (Khalik Allah). Tras confesar emocionado que era la primera vez que cruzaba el océano, su director contaba que comenzó a frecuentar un barrio del Bronx con su cámara de fotos. Gracias a una primera película que colgó en Youtube empezó a ganarse la confianza de sus vecinos y cuando vistió de nuevo la zona todos estaban dispuestos a hablar y posar para él. Pronto notó que la grabadora intimidaba menos que la cámara, así que decidió registrar imagen y sonido por separado. Con este planteamiento la película se configura como un retrato nocturno de aquellas calles que apuesta por la desincronización: vemos unas caras y oímos unas voces, pero el espectador nunca llega a saber con seguridad si rostro y testimonio pertenecen a la misma persona. Aunque le termina pesando el germen fotográfico y el montaje cae en la repetición, el film arranca declaraciones sobre temáticas como la raza, las drogas y el sentir de una comunidad que merecen la pena ser escuchadas.
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