Puede que el gesto sea previsible y para algunos pecará de cierto efectismo pero lo cierto es que funciona: cuando el descontrolado protagonista de Mommy, la nueva película del canadiense Xavier Dolan, empuja los límites del formato hasta ampliarlo a pantalla completa, el espectador se contagia de esas ansias indomables de libertad. Que el chico vaya en bici y esté sonando el “Wonderwall” de Oasis también ayuda.
Recién inaugurada la 62 edición del Festival de San Sebastián, pudimos ver dos historias cuyos argumentos exploran las relaciones paterno filiales, pero con propuestas narrativas bien diferentes que parece conveniente comparar. Por un lado, esta vitalidad ansiosa de Dolan que no debería eclipsar la madurez con la que habla, de manera nada impostada, sobre la dependencia y la incompatibilidad que existe entre una madre y su hijo adolescente, Steve. Dolan (Tom à la ferme, 2013) construye personajes problemáticos que en manos de cualquier otro podían haber caído en el tremendismo más zafio o en el victimismo de telefilme. Al igual que su protagonista, Mommy es una película gritona, que patalea, inestable, pero todo dicho en el buen sentido. Gracias a su intensa personalidad, la película puede permitirse acudir a extremos emocionales sin llegar a derrapar. Yo, al menos, siempre le seguí de cerca, pegando la rueda de mi bici a la suya.
Por otro lado, y buscando esta misma capacidad expresiva pero en sus tonos más oscuros, el británico Daniel Wolfe explora en Catch me daddy el vínculo entre un padre y una hija, ambos de origen pakistaní y residentes en el Reino Unido. Ella huyó de casa por motivos que desconocemos y su padre inicia una persecución para intentar que regrese. Esta es la premisa y poco más avanzaremos porque, queriendo no contar demasiado, Wolfe acaba contando demasiado poco. El pasado de los personajes está rodeado de un halo críptico que si bien al comienzo consigue sugerir muchas preguntas después acaba provocando cierta desmotivación. Cuando la película convierte otra vez a los perseguidos en perseguidores, el juego del gato y el ratón deja de tener sentido y el desenlace no aporta la coherencia necesaria.
Si esta delicada tarea de saber cuánto contar (gritar) fuera una competición, Alberto Rodríguez se llevaría el premio al más preciso. En La isla mínima no se echa nada en falta y apenas sobran cosas (¿quizá ese penúltimo plano?). Acostumbrados a que las películas de género abusen de los diálogos para dejar más que claras -masticadas- las líneas de investigación, La isla mínima se aleja de cualquier atajo de este tipo y construye poco a poco una base sólida sobre la que el argumento y los personajes nunca dejan de crecer. No hay subtramas de regalo ni sospechas que resientan su verosimilitud. Más allá del thriller, el contexto histórico -los años 80- da pie a un planteamiento político y a una idea acerca de la Transición representada por la pareja de policías protagonista (Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez). La película nos introduce en su perturbador paisaje, bellamente fotografiado por Alex Catalán, con una serie de planos aéreos que sobrevuelan el parque de Doñana y las orillas del Guadalquivir. Este punto de vista tan alto, tan cenital y observador no se corresponde con un emisor de juicios (Rodríguez expone sin moralinas), quizá lo podríamos interpretar como una gran lupa que nos muestra cómo los grandes conceptos (esos acerca de la reinserción, la memoria, el olvido) también existen en los casos más pequeños. Contando lo justo, Rodríguez cuenta mucho más.