Se llamaba «Shirley»

Todos pensábamos que se llamaba Josephine pero esa mujer que reúne a todas las mujeres que aparecen en los cuadros de Edward Hopper resulta ser Shirley. Al menos es el nombre que Gustav Deutsch le ha puesto y nosotros le creemos. Shirley se mueve, respira, y aun siendo muda, nos habla. Incluso nos llega a mirar. Reconocemos la forma en que deja caer su cabeza y la curva de sus muslos. Además, descubrimos que es actriz, que está casada, que fuma de vez en cuando, le gusta bailar sin ropa interior y chapurrea el francés.

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La propuesta de Shirley podría definirse en dos palabras que la misma protagonista pronuncia: recuerdos e imaginación. Recuerdos porque cada uno de los 13 segmentos que forman esta película funcionan como referencia explícita a un cuadro de Hopper y por tanto apelan constantemente a nuestra memoria pictórica. Imaginación es la parte que ha sumado Deutsch al añadirle a cada estampa un contexto subjetivo y otro histórico. El primero nos da acceso a los pensamientos más íntimos de la protagonista, estructurados en forma de monólogo interior, y el segundo nos sitúa en un día concreto a través de fragmentos radiofónicos que introducen las escenas, viajando desde la Gran Depresión hasta el célebre discurso de Martin Luther King.

Sin despreciar el interés de esa capa sonora de carácter social, el principal poder de atracción que posee Shirley se apoyaría en tres patas: el placer estético que ya se encuentra en las obras originales y que el diseño de producción y la fotografía reproducen con una meticulosa perfección; el placer inaudito -y hasta grimoso- que produce ver cómo lo inanimado cobra vida; y el placer de los detalles, esas cápsulas de información (anhelos, frustraciones, dudas) que dotarían a un personaje de las tres dimensiones y que un cuadro obligatoriamente deja en dos. El primero es indiscutible y se mantiene durante todo el metraje, los dos últimos se debilita tras la primera impresión.

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Movimiento y tiempo 

En el primer episodio de Film ist («el cine es»), película de corte experimental que Deutsch realizó en 2004, se define el cine como «movimiento y tiempo», precisamente las dos cualidades en las que años más tarde se ha apoyado para trasladar las pinturas de Hopper al medio cinematográfico. Pero si la primera tentación de alguien que quiere adentrarse en un universo pictórico sería librarse de las restricciones del marco, Deutsch no traspasa la última frontera y nunca abandona el punto de vista frontal, el mismo que un visitante adopta cuando observa un cuadro en el museo. Desde ese lugar no puede colarse ningún síntoma de naturalismo y la película siempre es representación. La libertad de movimiento de la cámara se reduce al cambio del tamaño de plano, bien por corte o por lentos zooms: acercarse a un plano medio (como quien da un paso al frente para observar mejor la textura del cuadro) o alejarse a un plano general (como quien da un paso atrás para contemplar el conjunto). Esta planificación tan constreñida mantiene la incógnita que los cuadros han ido escondiendo y que sólo el cine podía habernos mostrado: ¿qué miran los personajes de Hopper? Este contraplano tan ansiado (la vista desde la ventana, la puerta, el escaparate) no comparece en la película de Deutsch. Sí lo hace, por ejemplo, el vacío y la oscuridad (y el tiempo necesario para que se materialicen). Si bien un cuadro termina y empieza de la misma manera, estos episodios cinematográficos viven anclados a un punto de vista inamovible pero se enriquecen de los cambios internos dentro del plano, como cuando una figura humana abandona la estancia y el espacio queda desierto, o cuando la cortina de la ventana nos revela de golpe la habitación…

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Estos tableau vivants abren de negro y mueren con fundidos lentos, como quien deja que la vida transcurra y se extinga con la misma tranquilidad de un atardecer. Esta ahí, y en el apesadumbrado movimiento de los cuerpos, ese poso melancólico tan propio de Hopper y que las palabras de Shirley concretan en hechos y pensamientos, muchos de ellos de carácter referencial (Hollywood y la caza de brujas, el oficio de actriz, el mito de la caverna…) pero detrás no se esconde la historia que intuíamos. A raíz de la exposición de Hopper en el Museo Thyssen mucho se comentó acerca de la semilla narrativa que se podía encontrar en cada uno de sus cuadros, como si encerraran una pequeña historia que, oprimida por el marco, quería echar a andar hasta convertirse en novela o, probablemente, en película. En las primeras escenas de Shirley parece que esa historia está dando sus primeros pasos, pero según avanza y nos acercamos a ella descubrimos que su piel es pintura y por mucho que nos siga hablando ya no la reconocemos. Surge entonces la sospecha de que los cuadros de Hopper guardan mejores historias que las contadas por Shirley. Quizá nuestra imaginación siempre promete más de lo que puede llegar a cumplir. O quizá la verdadera mujer de los cuadros esté en otro edificio, mirando por otra ventana, esperando a que el cine se atreva a contar qué ven sus ojos y no cómo la ven los nuestros.

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Una respuesta a “Se llamaba «Shirley»

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