Puede suceder también en los largos, en alguna escena concreta, en algún diálogo cogido con pinzas, pero sobre todo ocurre en los cortos. Hay cortometrajes que parecen hallar su razón de ser en una frase, esa frase redonda y perfecta que el protagonista suele pronunciar en el último y transcendental acto, cerrando la historia de una forma limpia e indolora. A veces incluso estás esperándola, sabes que llegará en cualquier momento tras una pausa dramática o una melodía que va sembrando pistas… En ocasiones caemos en la tentación de escribir buscando esa frase como si fuera la solución mágica a todos los problemas: ¿no se entienden las motivaciones del personaje? ¿El final no es contundente? ¿Acaso no se nota que están enamorados? Nada que una frase lo suficientemente bonita no pueda arreglar, pensamos…
Nos engañamos a nosotros mismos con las grandes frases pero en cuanto se pronuncian ya las ves escritas y subrayadas en amarillo. Tienen carácter de eslogan y presumen de ello. Son capaces de condensar la sinopsis haciendo marketing poético. Mientras tanto, a su lado, las pequeñas frases pasan desapercibidas pero construyen desde lo reconocible. Se adaptan bien a quien las diga, no chirrían ni quieren hacerse notar. Las escuchas y no te imaginas que puedan esconder otra historia más allá de la que forman parte.
Hace poco terminé de leer Un año ajetreado, una novela en la que la actriz Anne Wiazemsky cuenta el nacimiento de su relación sentimental con Godard. En uno de los capítulos describe una discusión que mantuvieron en Normandía, bajo la lluvia, y cómo ella acabó zanjando la pelea con un «Y, además, ¡odio el color de tu jersey!». Godard se guardó esa frase y, quién sabe si por orgullo o por diversión, la introdujo en La Chinoise, además asignándosela al personaje que interpretaba la propia Anne, que lo recuerda de la siguiente manera:
Me sentí traicionada. El equipo, al tanto de cómo mezclaba Jean-Luc la ficción con su vida privada, comprendería de inmediato que esa ruptura había sido la nuestra y que aquellas palabras eran las mías (…) Me sentí juzgada, condenada sin poder defenderme y se lo eché en cara a Jean-Luc. Por la noche, cuando se lo conté, soltó una carcajada: «Pero ¿cómo se te ocurren esas cosas? Aun suponiendo que pensaran que eso lo dijimos nosotros ¡les trae totalmente sin cuidado!» Acababa de aprender una importante lección sobre los estrechos vínculos entre la vida íntima y la creación. Comprendí asimismo que el equipo de una película tenía otras cosas que hacer que interesarse por mi insignificante persona.
Lo que más me gusta de esta historia, en cambio, es la segunda parte, la que no sale en ninguna película. Días después de aquella discusión, Anne regresaba a París y Godard acudió a recogerla. Se presentó en la estación impecable, bien afeitado, con gabardina y un elegante traje gris. Es un gesto que no necesita verbos. Una camisa limpia vale más que cualquier frase para explicar lo mucho que le importaba la opinión que ella tenía de él. A lo mejor, como en este caso, ni siquiera las frases pequeñas sean lo más importante. A lo mejor, y esto ya me rompe todos los esquemas, a lo mejor… ¿lo más importante se puede quedar fuera de su propia película?
Me ha encantado la anécdota que narras… pero me ha gustado también comprobar cómo sus esposas, una se llamó Anna (Karina) y la otra Anne (Wiazemsky)… y cómo ambas protagonizaron una etapa diferente de la obra cinematográfica de Godard… en cuanto implicaciones ideológicas y estéticas…
Besos
Hildy
Gracias, Hildy. Precisamente ayer, a raíz de esta entrada, un amigo me comentó que hacía poco había visto un documental que narra la historia entre Godard y Anna Karina en el que también se habla de frases «robadas». Se titula «Godard, el amor, la poesía». ¡Si lo encuentro te aviso!
Besos,
Andrea