El primer plano altera el drama gracias a la impresión de proximidad. El dolor se halla al alcance de la mano. Si extiendo el brazo, te toco, intimidad. Cuento las pestañas de ese sufrimiento.
Hacía poco que me había cruzado con este texto de Jean Epstein cuando recalé por casualidad en un recopilatorio titulado Rostros: 105 de los más bonitos primeros planos del cine. Con la curiosidad de saber si esa intensidad de la que hablaba Epstein resistiría una y otra vez -105 veces- le di al play. Como era de esperar no resistió, ni siquiera llegó a asomar. Empecé a buscar explicaciones, como si fuera un motor al que solamente le fallara una pieza para poder arrancar. En primer lugar, pensé, es obvio que la repetición desgastaría el mínimo brote de emoción y que el criterio de selección de los planos es muy discutible. Si se quisiera hilar fino también se podría debatir qué punto del cuello es la frontera entre primer plano y plano medio. También está la música que funciona como una apisonadora y el montaje lineal que provoca que tracemos conexiones entre caras aquí contiguas pero que originariamente no comparten universos. ¿Qué tendrá que ver la desconocida de Chris Marker con la seducción de In the mood for love y el no lugar de Marienbad? Absolutamente nada, pero aquí desfilan uno tras otro sin ton ni son.
Quizá estos ya hubieran sido unos cuantos factores para quedarme tranquila y poner a prueba la efectividad del vídeo. Sin embargo, ahora que había averiguado por qué no surgía la intimidad lo que quería saber era cómo conseguir que apareciera. El dolor se halla al alcance de la mano. Si extiendo el brazo, te toco… De los 105 busco un plano que no conozca y entre Sissy Spacek (Malas Tierras) y Lauren Bacall (Escrito sobre el viento) encuentro a una chica anónima con la mirada perdida…
Un hombre a su lado, montados en un coche que no sé a dónde se dirige. Ella no reacciona a sus caricias y cuando estamos cogiendo confianza para que me cuente algo más, el siguiente plano ya la empuja. ¿Cómo ser cómplice en menos de dos segundos? Se necesitaría saber más. Voy a la lista de películas utilizadas: Soy Cuba, 1964, de Mikhail Kalatozov. Producción cubano soviética, propaganda anti americana, recuperada por Scorsese y Coppola, la secuencia de la piscina, la expresividad de Urusevsky… Estando el contexto más claro, vayamos ahora en busca de la intimidad.
Tres escenas anteriores a esa mirada que nos ha presentado, me la encuentro vestida de negro y con un pañuelo blanco en la cabeza junto a su pretendiente René, un vendedor ambulante de frutas. Él intenta besarla y ella se aparta. ¿Nunca has besado a nadie? No contesta, termina alejándose mientras él repite su nombre («Te quiero, María. María, María, María…»).
El eco sigue oyéndose al comienzo de la siguiente escena, cuando ella cruza la cortina de un club nocturno ahora con vestido de tirantes y el pelo recogido. Una voz la llama («¡Betty, Betty!») y cámara en mano da comienzo una larga escena de casi 7 minutos y con apenas algunos cortes. La música lenta cambia de ritmo y todo se vuelve frenético. Los personajes bailan, dan vueltas, se zarandean, la empujan, gritan… El encuadre se contagia y bascula a un lado y a otro buscando hacernos perder el norte. No hay duda, nos está emborrachando. Para cuando Betty se deja llevar y se convierte en el centro de atención nosotros ya estamos ebrios.
Salimos del local con una elipsis. Todos más calmados, su borrachera y la nuestra ya están en decadencia. También a la cámara se le ha pasado el efecto y se balancea ligeramente al seguir la espalda de Betty (ahora quizá ya vuelve a ser María) y la de su cliente, un turista norteamericano. Dos frases mientras esperan el taxi -nada gratuito- y suben al coche. La cámara decide quedarse fuera para, una vez haya pasado el vehículo, centrarse en una máscara que reforzada por las intermitentes luces de neón nos pone alerta.
Con el siguiente corte ya estamos dentro, un plano fijo del asiento trasero. En la sala de baile nos sentíamos libres, aquí ya no hay escapatoria. Pero es que si ella no la tiene nosotros tampoco deberíamos tenerla. Apenas se escuchan ruidos, dos o tres coches adelantando, un claxon a lo lejos. El oído por tanto, después de tantos minutos con un estímulo musical, ahora se desactiva y toda la atención se instala en nuestros ojos, concentrados en el plano medio de ellos dos. Él se gira y le acaricia el pecho, ella tiene la vista clavada al frente, en un punto fijo. Sorprende la delicadeza de él, su mano posándose en la mejilla, el dedo índice recorriendo sus labios. Sigue sin haber reacción. Ella continúa hierática, esforzándose por no moverse. Él insiste. Le gira la cabeza para intentar besarla pero justo antes de que la roce María se aparta y entonces la cámara avanza unos centímetros, los suficientes para que la cara de él pierda foco y el rostro de ella gane espacio. Nacen al mismo tiempo el primer plano y su incapacidad para amar.
María ha repetido exactamente el gesto que le había dedicado a René. A diferencia de la primera vez, en esta ocasión la posición de la cámara facilita que la veamos mejor y la vida del plano se alarga porque esos ojos son capaces de sostenerlo. Ahora la entendemos, ¿cómo besarle a él y por la noche con los mismos labios besar a un desconocido? Por eso María no besa, ni uno ni a otro.
Reconozco aquella mirada que quedaba eclipsada entre Sissy Spacek y Lauren Bacall pero ahora me cuenta muchas más cosas. Antes se intuían, ahora las comprendes, las sientes. La cercanía física con la que se ha logrado el primer plano también es una cercanía emocional. El director se ha asegurado de que, si aun no lo estábamos haciendo, a partir de ahora estaremos de su parte, la historia que nos llegue pasará a través de ella. No hay vuelta atrás. Las escenas anteriores, el plano anterior, la caricia anterior. Imprescindibles para que esos pocos centímetros que se come el primer plano se conviertan en centímetros de intimidad. Epstein lo contaba mejor:
Si extiendo el brazo, te toco, intimidad. Cuento las pestañas de ese sufrimiento. Podría sentir el sabor de sus lágrimas. Nunca un rostro se acercó tanto al mío. Ese rostro me acosa a un suspiro de distancia, y yo soy quien lo acecha frente a frente. Ni siquiera es cierto que haya aire entre nosotros porque yo lo devoro. Ese rostro está en mí como un sacramento. Máxima agudeza visual. El primer plano delimita y dirige la atención. Me obliga, indicador de emoción. No tengo ni el derecho ni los medios de distraerme.
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Como si el eco hubiera vuelto a nuestra cabeza. María, María, María…
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Muy interesante ese análisis del primer plano… dentro del contexto donde se utiliza. Cómo su fuerza reside en que conocemos por qué se produce en ese mismo instante…
Yo hay varios que atesoro (pero como bien descubres y analizas para entenderlos totalmente hay que acompañar al personaje durante toda su trayectoria vital y emocional) y curiosamente se encuentran al final de la película. Robert de Niro en el salón de opio con una
sonrisa en Erase una vez en América. Julie Christie curiosamente también fumando opio al final de Los vividores. Jean Pierre Leaud al final de los 400 golpes, su imagen congelada mirándonos. E igual pasa con el rostro de Warren Beatty al final de Lilith… su rostro congelado pidiendo ayuda…
Besos
Hildy
Ay, es que los primeros planos que acaban mirando a cámara parecen estar ya en otra categoría por lo que provocan… Junto al de Antoine, yo elegiría la mirada (embadurnada con humo de tabaco) de Un verano con Monica y el primer plano en la cafetería de Vivir su vida.
Tenía pensado hablar un día de cómo cae esa cuarta pared… ¡Tengo que ponerme a ello!
¡Besos, Hildy!